viernes, 16 de abril de 2010

"EL TRANCE" DEL DÍA CUARTO


Hay un toro que nunca es del todo malo: el quinto. Una copa que nunca hace daño: la tercera. Una hora en la que se canta la mejor seguiriya: las tres de la mañana… Hay también un día en que la feria está madura: el cuarto. Todo esto proviene de que las cosas hondas, profundamente viejas y paganas, necesitan, como el vino, la colaboración del tiempo. El éxtasis místico es fácil y suave, porque es don gratuito de Dios. Santa Teresa encontraba a Dios entre los pucheros de la cocina, y barriendo y zurciendo podía entrar en éxtasis. Pero “el trance” humano, el de la Pitonisa, ha de ser lento, provocado por el mareo de una continuidad, por el martilleo de una obsesión… Otros canten el detalle analítico y pintoresco de la Feria; la pincelada de color; el arabesco. Yo canto “el trance” ferial del día cuarto, cuando ya, a fuerza de giros o vueltas, la Bacante ha caído traspuesta; cuando los pitos, redobles y campanas, acompasados por la explosión periódica del cañoncito de medir la fuerza, se han fundido en un bloque de sonido, tan estridente e igual, que adquiere calidades de silencio. La voz del que invita a entrar en la barraca, tiene ya una veladura de polvo municipal; los caballos, mareados de girar incesantemente, sueñan un paraíso de jacas lustrosas y prados de alfalfa verde; los radiadores de los coches descorchan, recalentados ya sus botellas de champán; el cansancio adquiere hormigueo de actividad infinita y el insomnio calidades de aguda vigilia. Entonces, la copla perfecta. Entonces esa luz nunca vista en unos ojos negros y cándidos.


Todo ese tiempo, ese mareo de vueltas e insistencia, se ha necesitado para fundir la Feria: para vencer lo pintoresco desparramado, por lo hondo, duro y unido. La Feria está ya batida como una salsa difícil; a punto como una almíbar beata. Antes fue un disperso noviciado de detalles y colores. Se veía aquella caseta, aquella muchacha, aquel puestecillo, aquel coche de mulas. Luego será el cansancio y la inconsciencia. No se verá nada. En el centro: “el trance” del día cuarto: cuando la Feria es una mujer, y tiene una vida única, total, compacta, caliente. Hay una unidad y una armonía que repentinamente se nos dan en el alma. Hasta los sentidos parece que deponen sus fronteras y se hacen sus mutuas prestaciones. Se pasa, sin crepúsculo del olor del aceite al sonido del tambor y al tacto del aire de polvo y primavera y al deslumbramiento de las ochenta mil bombillas. No hay ya sentidos: sino una total sensación única, neutral, que coge todo el cuerpo en el abrazo felino y agotador de la Feria. Creíamos que la Feria era aquello tan colorista y animado que nos rodeaba estos días. Pero la Feria estaba debajo, desnuda, esperando. La hemos taladrado sus percales y sus guirnaldas, con un inmenso berbiquí de vueltas y revueltas, y la hemos hallado, en el fondo: sola, única, armoniosa.

“El trance” del día cuarto es solo para los pacientes: para los que esperaron, con valentía, la hora suma. Heroicos contra el sueño, tenaces frente a la copa, han recibido al fin, su galardón. La Feria les numera entre sus elegidos. Se hace inmensa para cada uno solo. Se desciñe sus trapos para darles su verdad antigua. Todo ese tiempo se necesitaba para trasmutar en unidad tanta variedad abigarrada, y hacer un diálogo íntimo del estruendo ruidoso. Entonces, el fiel, el devoto, el que llegó saltando trincheras de insomnio y desmayo, a la hora suprema, se siente solo, con una tristeza excitante, en la poblada baraúnda. Pero de pronto, su soledad advierte la presencia cierta. Y hay un diálogo leve.

-¿Eres, al fin, la Feria?

-Sí; aquí estoy; para ti solo.

-¿Volverás cada año?

-No tengo que “volver”. Estoy siempre en Sevilla. Estoy dormida, como un alma anciana. Me despiertan y acudo. ¿Volverás tú a llamarme cada año?

-Sí; volveré siempre.

Y el beso tiene sabor de tierra y de clavel.


José María Pemán